martes, 23 de agosto de 2016

Atentamente dedicado a ti.

Finales del siglo XVII, tierras Escocesas, castillos, reyes, príncipes y princesas.
Esa era solo una parte de Laslán, una pequeña ciudad de Escocia que Bianca conocía.
Mirando por su ventana, mientras su madre y sus dos tías le peinaban el cabello rizado y cobrizo con infinito cuidado, ella veía más allá que todos los demás que miraban a través el paisaje.
Veía árboles y montes, ríos lejanos, oía las historias que susurraban los duendes que vivían en ellos, los cantos de las ninfas en los arroyos y grandes lagos, el crepitar de la madera de cada una de las hogueras que encendían las hadas para convocar a las estaciones del año...
Esa había sido la Bianca de siempre, pero algo había cambiado, ahora quería compartir esos sueños, esas ilusiones de niña en cuerpo de adolescente.
Cada vez que Bianca miraba por la ventana, deseando caminar por todos esos montes, tocar cada árbol y beber de cada arroyo, se imaginaba junto a una sonrisa perfecta, unos brazos fuertes, unas manos suaves, un cabello rojo como el fuego, tras el cual siempre se veían unos ojos sonrientes, del color de los castaños, unos ojos risueños, cálidos, y tan solo podía verle contadas épocas del año: en fiestas, cuando sus mayores estaban despistados, recibían visitas y no se preocupaban tanto por ella, entonces tenía ratos libres en los que podía escaparse de ese gran castillo que la tenía prisionera, e ir a dar una vuelta a través del bosque y sus senderos, con aquel chico que montaba a caballo.
Galopaban sobre todos los montes del bosque, entre cada árbol y arbusto, observando todos los animales y descansando en la orilla de cada uno de los riachuelos.
Galopaban hasta una torre abandonada entre las profundidades del bosque, y pasaban allí horas, soñando el uno con los sueños del otro.
Ella le contaba sus problemas y él le contaba sus historias, sus leyendas, y cada uno de los cuentos que leía y memorizaba para olvidarse de todo cada vez que pasaba por un momento amargo.
Él tenía una vida difícil, mucho más difícil y retorcida de la que tenía Bianca, y ella lo sabía. Pero no porque él se lo hubiese dicho, él jamás lo mencionó. Pero ella lo sabía.
Se notaba en su mirada.
Por eso ella le valoraba, le admiraba y le amaba.
Por eso, cada noche, a las doce en punto, bajaba las escaleras del castillo, salía de él y se adentraba unos pasos en el bosque, hasta llegar al arroyo más cercano, el arroyo preferido de ambos, y jugaba con el agua entre sus dedos, sabiendo que, unos kilómetros más allá, en un pueblo de gente pobre y humilde por donde también pasaba éste, él también estaría tocando esas mismas aguas, a esa misma hora, y llevándole hasta ella la magia de las historias que no podía contarle, por la distancia.

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